domingo, 30 de marzo de 2014

Tulio Cordero, hondero sideral

Por Luis Martin Gómez

Toda iba bien, o al menos eso creíamos. El mundo era mágico, misterioso; los galeones se caían por el horizonte, monstruos invencibles habitaban el océano, un eclipse podía disiparse con el grito de la tribu temerosa que lo observaba, el Sol y todo lo demás giraba en torno a una Tierra violenta, caprichosa, apenas habitada por un puñado de humanos que aprendieron a enterrar sus muertos y que sacrificaban a sus congéneres para complacer a dioses furibundos.

Era, entonces, la incertidumbre, grande, profunda, que complicaba la cotidianidad y producía un escozor intenso en ese ser atormentado que miraba absorto la noche. Los ritos ayudaron a suavizar el miedo, los mitos contribuyeron a represar la imaginación. No había aún criterio para calificar lo insólito; el mundo había surgido en una cueva y eso era suficiente, nadie ponía en duda que el hombre fue primero un muñeco de barro.

Luego, las religiones cambiaron un miedo por otro. Huimos de la sensación de la nada sólo para caer en el temor al castigo. Dioses protectores pero vengativos contuvieron el desenfreno pero apocaron la inventiva y el atrevimiento. La transacción arrojó siglos de tranquilidad pero también atrasos profundos como abismos. (Sumergirse en lo insondable no tiene mérito si es fruto de la ignorancia deliberada).

Pasaron siglos y siglos de deidades repetidas, plagiarias de nombres y poderes; de diluvios reiterados, de huidas libertarias, de cristos parecidos al que adoramos, nacidos de virgen y resucitados; fue largo, muy largo el tiempo necesario para domesticar el pensamiento, para condicionar los sentimientos, desde la mujer y el toro hasta el primer báculo vaticano; y fue brutal, terriblemente violento, el modo en que fue sofocada la primera rebelión de las ideas, el desencuentro entre el mito cuestionado y la razón que reclamaba espacio.

Y pasó el tiempo, lento, porque contrario a nosotros, el tiempo no tiene prisa. El esquema del mito se mantuvo inalterable hasta que en el siglo XVII Thomas Willis ubicó al alma en un sitio insospechado: el cerebro[1]. Todo es neuronas y reacción química, dijo Willis, y empezó la duda, o mejor dicho, sacó nuevamente la cabeza tantas veces golpeada por el canon. De hecho, lo estaba intentando desde hacía varios siglos. El nuevo hogar asignado por Willis a un ente hasta ese momento intemporal y omnipresente estuvo precedido por los viajes de descubrimiento y conquista que permitieron encontrar los límites de un mundo que se asumía infinito y brumoso;  por los descubrimientos estelares de Copérnico y Galileo que abrieron una ventana al espacio tenido como morada de ángeles; y por las propuestas de Descartes que estremecieron la escolástica y agrietaron las compuertas de lo sobrenatural.

Había nacido una nueva realidad, basada más en la razón que en la intuición, más en el método que en el azar, circunstancia que sin embargo no logró sepultar el misterio, que es, fue y será invencible. La paradoja se aprecia mejor en el arte: a mayor avance científico, mayor la reacción contestataria de la literatura (que caminó de la construcción lineal al monólogo interior y los planos paralelos), de las artes plásticas (que variaron de lo figurativo a la representación segmentada del romanticismo y después a la deconstrucción cubista), y de la música (que migró de la perfección matemática tan apropiada para ese portento arquitectónico que fueron las catedrales al caos armónico contemporáneo que a veces parece imitar el ruido que necesitamos para aturdirnos por tanta vaciedad).

Una anécdota confirma esta tozudez de lo maravilloso: en su paso frente al continente, durante uno de sus regresos a España, el Almirante, que acababa de inaugurar una nueva era en base al cálculo, la geografía, la astronomía y la historia, creyó que el Orinoco era uno de los ríos del Paraíso, ese lugar idílico que, según Santo Tomás, los topógrafos medievales no podían encontrar porque estaba convenientemente escondido entre montañas[2].

La poesía mística parece sobrevivir a esos avatares. Siendo el misterio, como hemos dicho, indestructible, permanecerá el cuestionamiento sobre el origen, el diálogo con lo inmutable, el testimonio del asombro. Puede ser salvaje, fruto de la intuición y la ignorancia,  o iluminado, apoyado en la hondura espiritual; puede ser consecuencia del éxtasis o fruto de un estado esquizofrénico; la esencia, no obstante, parece invariable, como si la pregunta fuera incontestable, o la respuesta nunca lograra satisfacer al demandante; como si el testimonio siempre estuviera por debajo de la capacidad para expresarlo, o faltaran las palabras adecuadas para describirlo.

Tulio Cordero está consciente de esas limitaciones. ¿Cómo describir el Absoluto si apenas contamos con unas partes? Es difícil llegar a destino si al mapa le faltan pedazos. Pudiera ser por azar, cierto, pero entonces la casualidad generará nuevas preguntas. La incertidumbre parece ser la sustancia nutricia de la mística. Con esa materia prima, Cordero levanta su edificio poético, que Bruno Rosario Candelier [3] considera fundamentalmente theopático, lo que se asume de primera intención por la condición de sacerdote del autor, y se confirma con la lectura de muchos de sus poemas, en los que el Creador no se menciona pero se insinúa con mayúscula o con referentes bíblicos.

Sin embargo, Cordero, que es filósofo y admirador evidente del pensamiento oriental, se permite otras miradas en las que se manifiesta una fuga del universo cristiano hacia formas diferentes de sentir e interpelar al Ser. Esta admiración también es palpable en la parte formal, caracterizada por el símil sencillo, la paradoja que contrapone conceptos que luego confluyen en una resolución moralizante o puramente  estética, la metáfora apenas trabajada, intencionalmente, como para que se note el trazo en el lienzo o el golpe en la madera, mostrando la belleza del proceso de trabajo, a la manera budista o hinduista.

Aparte estas fronteras ideológicas y formales, necesarias para poder ubicarla en un género, la poesía de Tulio Cordero rompe los moldes y se derrama a cualquier lado gracias principalmente a su gran calidad, el mejor criterio para evaluar una obra literaria. El extrañamiento, naturalmente, lo ayuda, pero esa facultad de despegarse de la realidad, esa fuga momentánea para explorar las cosas con sentidos inéditos, no debe ser la principal tabla de medida  para evaluar esta poesía, porque no es un don privilegiado de los poetas místicos. (Recordemos el caso del esquimal caribú referido por Joseph Campbell en su obra Los mitos, que luego de un tiempo en soledad y ayuno, sintió a Sila, un espíritu bueno con forma de mujer, que le aconsejó “no tener miedo al universo”).

Para hacer poesía mística de calidad es obvio que hay que ser, ante todo, buen poeta, requisito que Cordero ha sobre cumplido en sus cinco poemarios, con una  altura literaria que puede ser disfrutada por cualquier lector, tanto por el que organiza su vida alrededor de la Fe, como por aquel que sólo busca complacerse con el hecho estético a través de la palabra.

De todas formas, Tulio Cordero, como todos los poetas místicos, es una rareza. Lo habría sido en el siglo XVI cuando Magallanes achicó el ámbito del misterio, y lo es ahora en el siglo XXI, cuando la ciencia y la tecnología nos acercan al primer polvo estelar. Porque, ¿no es entrañablemente el mismo hombre aquel que a la vera de la caverna observaba sin entender el cielo constelado y éste que trata de llegar al confín del universo mirando por el visor del telescopio de Atacama, curiosamente bautizado ALMA?).

Este es el tiempo de las repeticiones, de la copia. Todo es vertiginoso, inconstante. Aquella vez, el espíritu no podía viajar libremente o tenía un trayecto predeterminado. Ahora, sencillamente, no tiene camino; no viaja, se transmuta; no avanza, se dispersa. En esta cosa informe que luego entenderemos, Tulio se aparta en un recodo para ver las cosas con otros ojos, para escucharlas con otros oídos, para sentirlas con otra piel, saborearlas con otra lengua. No pesca por no usar anzuelo, un artilugio que le resta emoción a la espera. Tampoco dispara con un arma, la mira ajustable echa a perder el azar del disparo. Prefiere una honda, cuyo efecto es impreciso: puede golpear al gigante en la frente o simplemente rozarle y caer, como cae la piedra de una pedrada fallida, deleite del intento y la derrota.

Hondero sideral, Tulio Cordero hondea hacia un sitio que no podemos definir; pudiera ser al inmutable o bien al pedazo de cielo con las primeras ondas del Big Bang, es decir, a un halo sobrenatural o a un puñado de protones. Pero también es posible que nos hable de aquello que sintió ese hombre desnudo y tembloroso que buscaba explicación a la aurora y al crepúsculo; de aquel miedo, aquella maravilla, aquel asombro, aquella incertidumbre que no cesa, que no cesará.




[1] Eduardo Punset: El alma está en el cerebro, Punto de lectura, Madrid, 2007.
[2] Joseph Campbell: Los mitos, Kairos, Barcelona, cuarta edición, 2001
[3] Bruno Rosario Candelier: El vínculo entrañable, Secretaria de Estado de Cultura, Santo Domingo, 2008

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