Por Luis Martin Gómez
“El
niño es el padre del hombre”, dice Julio Cortázar en su texto De una infancia medrosa, en el que
explora la influencia de sus vivencias infantiles en su literatura, caracterizada, como se sabe, por la irrupción inesperada de lo fantástico en lo
cotidiano. Creo
que un niño similar a ese asustado y maravillado de Banfield, Buenos Aires, que
luego parió al padre de Bestiario y
Rayuela, sería el responsable en buena medida de El preaviso y otros relatos, de Eddy Serrata.
Esta
colección es, según lo que pude ver, un paseo muy bien contado por las
experiencias de un niño, que puede ser cualquiera de nosotros, en un barrio
parecido a aquel en que vivimos.
Yo,
por lo menos, me vi en el ensanche Ozama donde nací y crecí. La
semejanza de lugares, personajes y aventuras es tal entre lo que relata Serrata
y mi infancia, que por momentos pensé que Eddy estaba en mi pandilla o yo en la
suya, o que él me espiaba con artilugios especiales capaces de registrar no
sólo la acción física sino también las emociones.
Porque
yo también fui el jugador de fama peregrina que tuvo la chepa de darle a la pelota
con los ojos cerrados en un play
improvisado en un patio de la calle 11; yo también tuve mis sueños eróticos con
una mujer mayor que yo como Enérsida, fui acosado por mis hermanos por mis
torpes escarceos sexuales, o padecí la congoja del adolescente abandonado por
la novia imaginaria, esa que nunca supo que la amabas apasionadamente en la
soledad de la habitación o del baño; yo también me volví loco con la americanita
que usaba tenis Converse y hablaba
español machacado que trastornó las vacaciones de verano de los muchachos del barrio.
Pienso
que con este libro de relatos, Eddy Serrata rescata la experiencia vital que
daba sentido pleno al universo barrial y que ha sido sustituida, en la casi
generalidad de los casos, por esa segunda vida virtual que impulsan los medios
electrónicos de comunicación y particularmente las redes sociales. Estamos
viviendo el fenómeno, somos testigos o protagonistas: antes, la solidaridad se
manifestaba concretamente con la ayuda directa al prójimo que estaba en la casa
de al lado, en la calle, en el club, en la iglesia; hoy, la ayuda se
proporciona pulsando el botón “me gusta” o escribiendo un mensaje que la
propiedad viral de los nuevos medios convertirá potencialmente en un acto
colectivo. Lo táctil que nos acercaba con el abrazo o el apretón de manos va
siendo sustituido por el texto, la foto o el video despachado desde la
individualidad, a veces egoísta e indolente, de la tableta o del teléfono
inteligente.
No
sé si lo que está aconteciendo es bueno o malo, si conviene o no, pero el hecho
es que la vida de relaciones está dejando de ser como la recuerda Serrata en
sus entrañables relatos, y ese regreso al territorio de una infancia alimentada
por otros valores y signada por lo presencial, es para mí la principal riqueza
de estos textos que destacan, además, por la economía de recursos, a la manera
de Hemingway, y por la sobriedad, a la manera de Borges. Con las palabras
precisas, evitando innecesarias piruetas lingüísticas, el autor nos permite
echar una mirada retrospectiva a ese Santo Domingo pre-urbano en el que la ruralidad aún se imponía con sus
creencias, mitos y miedos; con su fraternidad, su ingenuidad y su sentido del
honor.
No
sé si les pasará a ustedes, pero a mí, cincuentón que de niño se bañó en
aguaceros, echó carreras de palitos de helado en el agua que corría en los
contenes, voló chichiguas y “navajeó” las ajenas para que se fueran en banda,
majó almendras e hizo dulces con las semillas que los amigos no llegaron a
comerse a hurtadillas; a mí, confieso, me llegan al alma historias tragicómicas
como El beso de la sirvienta, o de
denuncia social como La muerte de Caíto,
o dolorosas como El preaviso. Es un
mundo perdido que Serrata me ha permitido recuperar por un momento, pero sólo
por un momento, porque sé, como el narrador de Desandando que vuelve al terruño para sepultar a su madre, que “mi
barrio ha muerto” y que allí soy un extraño que simplemente se ha marchado.
Una
ventaja adicional de este libro es que se lee “de una sentada” (de “una cagada”
diría el Che que se leyó El principito
durante una deposición en su pensión en México), o en hora y media, o en 125
kilómetros, que es la distancia entre Santo Domingo y La Vega durante la cual leí El preaviso y otros relatos. Viajaba,
junto con varios compañeros de trabajo, a cumplir una misión oficial en
Santiago. El minibús en que íbamos se convirtió en una máquina del tiempo.
Mientras mis amigos jugaban Candy Crush
en sus tabletas y navegaban por internet en sus teléfonos móviles buscando
paisajes que palidecen ante la belleza de los bosques y ríos de Bonao que
penetraban vertiginosos por las ventanillas del vehículo, yo regresaba al
pasado a través de los relatos de Serrata, comprobando, como dice Cortázar (con
quien comencé y con quien termino) que “un buen recuerdo vale más que la
realidad”.
2 comentarios:
Si Martin. Le pasa a tu generación de "cincuentones",a todas las que le precedieron y algunas de las que le siguen. Esas vivencias barriales fueron cíclicas hasta que llego la "revolución virtual". Ahora solo nos quedan los recuerdos y las historias cuando nos reunimos con alguno de aquellos vecinos.
Aunque no soy cincuentón, seré cuarentón en Abril, puedo decir que he sido cómplice de las aventuras que me recuerda este artículo. Añadiéndole la idea que mi madre metió en mi cabeza de que si no me moría en la cascada. La Leonora me llevaría al Guanuma y El Ozama me conduciría derechito al mar. Era la mejor herramienta que utilizaba para decirme que no navegue en el río mientras llovía o estaba nublado... En fin, el artículo me ha movido a buscar el libro, del cual sospecho también creo ser protagonista.
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