Por Luis Martin Gómez
Conocí a Armando Almánzar a finales de la década de los setenta del siglo pasado a través de su programa de radio Cine en Santo Domingo. Entonces yo era un cinéfilo empedernido, con sueños de ser director de cine, y no me perdía ni muerto los comentarios cinematográficos de un Armando al que imaginaba alto, fuerte, apuesto, con mirada serena y movimientos majestuosos, una mezcla de Clint Eastwood y Franco Nero achicharrada por el sol caribeño. Tanto me gustaba el estilo desenfadado de Armando y admiraba de tal forma su valentía para condenar una película popular pero mala, que me hice su fan y llegué a organizar en el ensanche Ozama un pequeño grupo de oyentes que silbaba con afinación dudosa la música de Los Siete Magníficos, tema que identificaba el programa.
Luego descubrí su columna de cine en el periódico Listin Diario y empecé a disfrutar su prosa ágil, clara, amena, que parece una conversación entre amigos que se toman un café en La Cafetera del Conde. Coleccioné esos recortes hasta que unos ratones más cinéfilos que yo los devoraron, dejándome a cambio unas bolitas marrones con un olor similar al aliento de algunos analistas del patio.
Pasaron muchos programas de radio y muchas columnas de periódicos hasta que me encontré personalmente con Armando a la salida de un cine-forum sobre la obra de Charles Chaplin realizado en la Galería de Arte Moderno, que ahora es museo. El primer impacto de aquel momento fue notar que Armando no era como lo imaginaba: no se parecía ni a Clint ni a Franco, aunque sí un poco a Omar Shariff con anemia. La segunda sorpresa fue comprobar que Armando hablaba en vivo igual que lo hacía desde la cabina de radio, sin afectación ni engolamiento, y que hacía con los dedos de la mano un curioso juego que provocó que no pusiera atención a la respuesta que estaba dando a una pregunta que le hice como pretexto para poder acercármele.
No volví a ver personalmente a Armando hasta que ingresé como copiráiter en publicitaria Cumbre, donde él era creativo, tráfico, psicólogo de las ejecutivas histéricas, defensor de los desfavorecidos de la empresa y propietario de un Renault plateado que siempre andaba chueco. Allí, donde también tuve el privilegio de trabajar con Freddy Ginebra, José Antonio Rodríguez, Iván García y Enriquillo Sánchez, descubrí tardíamente que Armando era cuentista, uno de los mejores de su generación.
Relato este proceso de acercamiento gradual a Armando, especie de zumin afectivo, para validar un poco la petición que me ha hecho el autor para que prologue su cuentario, y para justificar, si es que puedo, el título que he dado a estas palabras: Cuentos a jangel, es decir, cuentos escritos (filmados) con cámara en mano, o sea, sin trípode, ni grúa, ni doli, ni ningún otro soporte mecánico.
Mentiría si me atribuyo el descubrimiento de la estrecha relación entre los cuentos de Armando y el cine. Ya la han advertido el intelectual Alberto Perdomo Cisneros en el prólogo de Límite, el primer libro de Armando; el cuentista, dramaturgo y crítico de cine Arturo Rodríguez Fernández en las palabras de presentación de Infancia feliz, el segundo libro; y el cuentista y ensayista José Alcántara Almánzar en su inmejorable introducción a Cuentos en cortometraje, el cuarto libro, si no cuento mal. Bastaría mencionar, para dar ejemplo de esa asociación, el celebérrimo cuento El gato, un montaje en paralelo que recuerda una escena de Viridiana, la provocadora película del genial director de cine español Luis Buñuel; Pompa, prácticamente un guión al que sólo hay que hacerle anotaciones técnicas al margen y filmarlo; Un juego para matar el tiempo, homenaje al maestro del suspense Alfred Hithcock y a una de sus obras maestras Ventana indiscreta; Vengan a ver, excelente retrato del populismo político que seguimos padeciendo, lamentablemente ignorado como tema por cineastas empeñados en rodar comedias insípidas; Confusión, cuento que me he atrevido adaptar a cine y que alguna vez rodaré, cuando tenga fuerza de voluntad, dinero y el rilís de Armando; Militar: variaciones sobre un mismo tema, cuya puesta en escena costaría apenas unos miles de dólares (ojo, guionistas dominicanos); y por supuesto, el conjunto de cuentos de Ciudad en sombras: Casos del capitán Cardona, que da para una formidable miniserie sobre este detective errático, libidinoso y degustador de martinis, alter ego de su creador.
Pero todos esos cuentos y otros que el alzaimer prematuro me esconde sin misericordia han sido, según el argot del cine, rodados en la mente de Armando con el personal y los equipos técnicos necesarios, moviéndose de acuerdo a su autoritario mando de ¡Luz, cámara, acción!
Los cuentos de Thanksgiving Day, en cambio, parecen hechos con una cámara en mano, sin artificios, sin la parafernalia estrambótica de un film de Hollywood, sin la presión de un sindicato supernumerario de actores y técnicos engreídos. Armando ha trabajado estos cuentos como lo que ya es desde hace un buen rato, un realizador veterano al que le bastan ojo e instinto para crear piezas memorables. Aprehendida la técnica del cuento a golpe de oficio y estudio, incorporadas plenamente a su ADN de narrador las duras exigencias del género, Armando ya no pierde el sueño hilvanando las costuras que unirán el tejido de la historia, y edifica el relato con tal naturalidad que uno pensaría que no le costó ningún esfuerzo hacerlo.
Creo que Armando está viviendo ese momento supremo del cuentista que no tiene que demostrar dominio técnico o lingüístico, y se complace con el solo acto de escribir. Y con esa plenitud creativa que disfruta el autor consagrado, nos ofrece en Thanksgiving Day un mural variopinto de la ciudad de Santo Domingo y sus habitantes, mostrándonos desde ángulos distintos los anhelos, las frustraciones, miserias y mezquindades de una clase media citadina que naufraga en el tedio, la soledad, el egoísmo, la deslealtad, corrupción e hipocresía.
Me permito destacar, por ejemplo, la creatividad del cuento Objeto de agresión, en el que el absurdo rompe la cotidianidad de un empleado que termina aislándose ante una adversidad que no comprende. El muestrario técnico, casi un catálogo formal, de Reencuentro, en el que la narración avanza acertadamente a través de la mezcla de planos hasta desembocar en un final realmente inesperado. O la efectividad de Nubes, en el que Armando, con la maña que da la experiencia, sólo nos deja ver una parte de lo que ocurre, como si cubriera fragmentos del lienzo que admiramos, obligándonos a imaginar el resto de lo sucedido.
En Thansgiving Day, Armando Almánzar plantea nueva vez su descreimiento de la fe religiosa en cuentos como El milagro, con descripciones que recuerdan el neorrealismo del cine italiano, y El anacoreta, donde se burla de los líderes religiosos oportunistas. Dos de los mejores cuentos de este libro, a mi humilde juicio, son Thansgiving Day, que da título al libro, y La escalera, que recuerda un poco el cuento Infancia feliz, ganador del primer lugar del Concurso de Cuento de Casa de Teatro en 1977. En ambos, Armando se sumerge en el mundo de la niñez para presentarnos el cuadro desgarrador del abuso infantil y sus terribles secuelas, reafirmando de paso una cualidad que ha sido elogiada por la crítica literaria: su excelente dominio de los niveles del idioma y el acertadísimo uso de los diálogos.
Pese a su consagración como uno de los clásicos del cuento dominicano, Armando Almánzar aún evidencia deudas con algunos de sus escritores tutelares, especialmente con el argentino Julio Cortázar, en El cuento del asesino, y el colombiano Gabriel García Márquez, en el cuento Maricusa. Exceptuando estos dos casos, todo lo demás en Thanksgiving Day es puro Armando: humor negro bien dosificado sin llegar a lo grotesco, denuncia valiente de lacras sociales, irreverencia, rebeldía, y un grito de alerta, o quizás de protesta, por la soledad de muchos de sus personajes en los que nos vemos retratados muchos de nosotros.
Para leer (o ver) este nuevo libro de cuentos de Armando Almánzar no se precisa entrada viaipi, ni chaqueta con corbata, ni vestido con lentejuelas. Nos vendrá bien ropa cómoda, asiento reclinable, un combo de popcorn y soda, y actitud despreocupada para disfrutar estas historias escritas cámara en mano por un cuentista sabichoso que atrapa al lector de cabo a rabo sin necesidad de efectos especiales.
Conocí a Armando Almánzar a finales de la década de los setenta del siglo pasado a través de su programa de radio Cine en Santo Domingo. Entonces yo era un cinéfilo empedernido, con sueños de ser director de cine, y no me perdía ni muerto los comentarios cinematográficos de un Armando al que imaginaba alto, fuerte, apuesto, con mirada serena y movimientos majestuosos, una mezcla de Clint Eastwood y Franco Nero achicharrada por el sol caribeño. Tanto me gustaba el estilo desenfadado de Armando y admiraba de tal forma su valentía para condenar una película popular pero mala, que me hice su fan y llegué a organizar en el ensanche Ozama un pequeño grupo de oyentes que silbaba con afinación dudosa la música de Los Siete Magníficos, tema que identificaba el programa.
Luego descubrí su columna de cine en el periódico Listin Diario y empecé a disfrutar su prosa ágil, clara, amena, que parece una conversación entre amigos que se toman un café en La Cafetera del Conde. Coleccioné esos recortes hasta que unos ratones más cinéfilos que yo los devoraron, dejándome a cambio unas bolitas marrones con un olor similar al aliento de algunos analistas del patio.
Pasaron muchos programas de radio y muchas columnas de periódicos hasta que me encontré personalmente con Armando a la salida de un cine-forum sobre la obra de Charles Chaplin realizado en la Galería de Arte Moderno, que ahora es museo. El primer impacto de aquel momento fue notar que Armando no era como lo imaginaba: no se parecía ni a Clint ni a Franco, aunque sí un poco a Omar Shariff con anemia. La segunda sorpresa fue comprobar que Armando hablaba en vivo igual que lo hacía desde la cabina de radio, sin afectación ni engolamiento, y que hacía con los dedos de la mano un curioso juego que provocó que no pusiera atención a la respuesta que estaba dando a una pregunta que le hice como pretexto para poder acercármele.
No volví a ver personalmente a Armando hasta que ingresé como copiráiter en publicitaria Cumbre, donde él era creativo, tráfico, psicólogo de las ejecutivas histéricas, defensor de los desfavorecidos de la empresa y propietario de un Renault plateado que siempre andaba chueco. Allí, donde también tuve el privilegio de trabajar con Freddy Ginebra, José Antonio Rodríguez, Iván García y Enriquillo Sánchez, descubrí tardíamente que Armando era cuentista, uno de los mejores de su generación.
Relato este proceso de acercamiento gradual a Armando, especie de zumin afectivo, para validar un poco la petición que me ha hecho el autor para que prologue su cuentario, y para justificar, si es que puedo, el título que he dado a estas palabras: Cuentos a jangel, es decir, cuentos escritos (filmados) con cámara en mano, o sea, sin trípode, ni grúa, ni doli, ni ningún otro soporte mecánico.
Mentiría si me atribuyo el descubrimiento de la estrecha relación entre los cuentos de Armando y el cine. Ya la han advertido el intelectual Alberto Perdomo Cisneros en el prólogo de Límite, el primer libro de Armando; el cuentista, dramaturgo y crítico de cine Arturo Rodríguez Fernández en las palabras de presentación de Infancia feliz, el segundo libro; y el cuentista y ensayista José Alcántara Almánzar en su inmejorable introducción a Cuentos en cortometraje, el cuarto libro, si no cuento mal. Bastaría mencionar, para dar ejemplo de esa asociación, el celebérrimo cuento El gato, un montaje en paralelo que recuerda una escena de Viridiana, la provocadora película del genial director de cine español Luis Buñuel; Pompa, prácticamente un guión al que sólo hay que hacerle anotaciones técnicas al margen y filmarlo; Un juego para matar el tiempo, homenaje al maestro del suspense Alfred Hithcock y a una de sus obras maestras Ventana indiscreta; Vengan a ver, excelente retrato del populismo político que seguimos padeciendo, lamentablemente ignorado como tema por cineastas empeñados en rodar comedias insípidas; Confusión, cuento que me he atrevido adaptar a cine y que alguna vez rodaré, cuando tenga fuerza de voluntad, dinero y el rilís de Armando; Militar: variaciones sobre un mismo tema, cuya puesta en escena costaría apenas unos miles de dólares (ojo, guionistas dominicanos); y por supuesto, el conjunto de cuentos de Ciudad en sombras: Casos del capitán Cardona, que da para una formidable miniserie sobre este detective errático, libidinoso y degustador de martinis, alter ego de su creador.
Pero todos esos cuentos y otros que el alzaimer prematuro me esconde sin misericordia han sido, según el argot del cine, rodados en la mente de Armando con el personal y los equipos técnicos necesarios, moviéndose de acuerdo a su autoritario mando de ¡Luz, cámara, acción!
Los cuentos de Thanksgiving Day, en cambio, parecen hechos con una cámara en mano, sin artificios, sin la parafernalia estrambótica de un film de Hollywood, sin la presión de un sindicato supernumerario de actores y técnicos engreídos. Armando ha trabajado estos cuentos como lo que ya es desde hace un buen rato, un realizador veterano al que le bastan ojo e instinto para crear piezas memorables. Aprehendida la técnica del cuento a golpe de oficio y estudio, incorporadas plenamente a su ADN de narrador las duras exigencias del género, Armando ya no pierde el sueño hilvanando las costuras que unirán el tejido de la historia, y edifica el relato con tal naturalidad que uno pensaría que no le costó ningún esfuerzo hacerlo.
Creo que Armando está viviendo ese momento supremo del cuentista que no tiene que demostrar dominio técnico o lingüístico, y se complace con el solo acto de escribir. Y con esa plenitud creativa que disfruta el autor consagrado, nos ofrece en Thanksgiving Day un mural variopinto de la ciudad de Santo Domingo y sus habitantes, mostrándonos desde ángulos distintos los anhelos, las frustraciones, miserias y mezquindades de una clase media citadina que naufraga en el tedio, la soledad, el egoísmo, la deslealtad, corrupción e hipocresía.
Me permito destacar, por ejemplo, la creatividad del cuento Objeto de agresión, en el que el absurdo rompe la cotidianidad de un empleado que termina aislándose ante una adversidad que no comprende. El muestrario técnico, casi un catálogo formal, de Reencuentro, en el que la narración avanza acertadamente a través de la mezcla de planos hasta desembocar en un final realmente inesperado. O la efectividad de Nubes, en el que Armando, con la maña que da la experiencia, sólo nos deja ver una parte de lo que ocurre, como si cubriera fragmentos del lienzo que admiramos, obligándonos a imaginar el resto de lo sucedido.
En Thansgiving Day, Armando Almánzar plantea nueva vez su descreimiento de la fe religiosa en cuentos como El milagro, con descripciones que recuerdan el neorrealismo del cine italiano, y El anacoreta, donde se burla de los líderes religiosos oportunistas. Dos de los mejores cuentos de este libro, a mi humilde juicio, son Thansgiving Day, que da título al libro, y La escalera, que recuerda un poco el cuento Infancia feliz, ganador del primer lugar del Concurso de Cuento de Casa de Teatro en 1977. En ambos, Armando se sumerge en el mundo de la niñez para presentarnos el cuadro desgarrador del abuso infantil y sus terribles secuelas, reafirmando de paso una cualidad que ha sido elogiada por la crítica literaria: su excelente dominio de los niveles del idioma y el acertadísimo uso de los diálogos.
Pese a su consagración como uno de los clásicos del cuento dominicano, Armando Almánzar aún evidencia deudas con algunos de sus escritores tutelares, especialmente con el argentino Julio Cortázar, en El cuento del asesino, y el colombiano Gabriel García Márquez, en el cuento Maricusa. Exceptuando estos dos casos, todo lo demás en Thanksgiving Day es puro Armando: humor negro bien dosificado sin llegar a lo grotesco, denuncia valiente de lacras sociales, irreverencia, rebeldía, y un grito de alerta, o quizás de protesta, por la soledad de muchos de sus personajes en los que nos vemos retratados muchos de nosotros.
Para leer (o ver) este nuevo libro de cuentos de Armando Almánzar no se precisa entrada viaipi, ni chaqueta con corbata, ni vestido con lentejuelas. Nos vendrá bien ropa cómoda, asiento reclinable, un combo de popcorn y soda, y actitud despreocupada para disfrutar estas historias escritas cámara en mano por un cuentista sabichoso que atrapa al lector de cabo a rabo sin necesidad de efectos especiales.
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