Por Armando Almánzar Rodríguez
Cuando leemos un cuento tan soberbio como “Memoria de la sangre”, nos sentimos inmersos en nuestra historia reciente, volvemos a vivir la muerte y la desgracia, recordamos a los amigos desaparecidos, recordamos las torturas, las acechanzas, el miedo, vemos a ciertos personajes sentados muy orondos en un banco de alguna iglesia posando de santones a pesar de que todavía destilan sangre.
“Sus ojillos tristes no podían comprender por qué su padre salió del establo, desnudo y sudoroso, con una cuerda en la mano, arrastrando una silla. Dentro, la vaca volvió a mugir, aunque no tan fuerte como antes, cuando llamó la atención del niño que, en la vieja casa, contemplaba el retrato de la madre muerta”
Cuatro líneas una idea espléndida, cuatro líneas y un cuento, cuatro líneas que encierran una historia apretada, densa, conmovedora.
Cuatro líneas y Luís Martín Gómez de cuerpo entero.
Porque ese pequeño cuento refleja la capacidad, la inventiva, la destreza en el manejo de la narrativa de Martín, nos da el pie para internarnos en lo que es todo un hombre que nació para escribir.
Y, recuerden, algunos, perdidos en el amplio espacio de la literatura, consideran, al leer o escuchar cuatro líneas como las de ese cuento, “El Viudo”, que “eso lo escribe cualquiera”, pensando, ilusos, que es en la cantidad que reside la calidad, cuando, en verdad, mientras más breve lo que se cuenta más difícil resulta encontrar la creatividad, el sentido estricto de la concisión que revela desbordada imaginación encerrada en pocas palabras.
Ese cuento breve de Luís Martín, de su libro “Dialecto”, editado en 1999. nos lleva luego a un relato abrumador por su contenido y su forma: “Ana, la Princesa”, en el que nuestro autor nos sumerge en el delirio enloquecido de una hermosa mujer encerrada en un manicomio, y cuya locura, perfectamente escatológica, la lleva a un venganza perfecta frente a su carcelero y profanador, Michaelis, el director del manicomio.
Luís Martín nos lleva de la mano por las sinuosidades del escabroso, retorcido pensamiento de Ana, que es, sin duda alguna, loca, orate, desquiciada, pero que sabe muy bien de las lúbricas intenciones del doctor. Y lo hace con destreza, con esa gracia peculiar que logra que detalles escabrosos resulten apreciables, hasta agradables, al tiempo que nos conducen asombrados hacia un final de impacto que nos deja sembrados, un final que, incluso, deseábamos muy a pesar de que conocemos a esa mujer hermosa, sabemos que es una desquiciada, pero ella es loca, en tanto el otro, el profesional, el doctor, ese de quien esperamos la ayuda a quien vive en desgracia, es el despreciable seductor de un ser prácticamente indefenso en su perpetuo vagar por la inconsciencia.
Y ahora, un tributo de Luís Martín a Simon y Garfunkel: “Sonidos del Silencio”.
“Tenían 35 años de edad y 10 de casados. Eran sordomudos de nacimiento y durante toda su silenciosa vida matrimonial se habían amado apasionadamente. La tecnología médica, armada de chips y cables eléctricos, les devolvió la audición y el habla. Las primeras palabras de él fueron “Te amo”. La primera respuesta de ella fue “Yo también”. Se divorciaron la semana siguiente. Él no tenía la voz que ella imaginaba”.
Otra vez Luís Martín en pocas líneas, otra vez toda una historia condesada con suma gracia y con una ternura que nos llega muy hondo. Seis líneas que logran contarnos casi toda una vida y, por encima de todo, una intensa paradoja que nos deja contritos, anonadados por lo inesperado. Y la pregunta llega: ¿Cuántos escritores pueden ufanarse de algo así en cuentos breves, largos o muy largos?
“Sonidos del silencio” pertenece a “La destrucción de la muralla china”, del 2003, y la mención del título de ese libro nos lleva al cuento que le da nombre.
Y ese cuento, señores, es de pura, estricta antología.
El mejor elogio que hemos escuchado de ese libro lo escuché de labios de un viejo amigo (casi todos mis amigos lo son, obviamente), que, siendo jurado de un concurso en el cual participaba el cuento bajo seudónimo, me dijo (claro, antes de saber el resultado final) que “ese cuento debía haber sido escrito por un argentino, un español o alguien por el estilo porque aquí los cuentistas no escriben de esa manera”, y se deshizo en elogios sobre la tal “destrucción”.
Claro, ahora podría decir que eso suena un tanto a Guacanagarix, y que difícilmente un argentino cite a un aldeano de Los Acimeyes, misérrima aldea a diez kilómetros de Haití.
Pero lo esencial es el reconocimiento de una calidad que se aprecia desde las primeras líneas cuando el campesino chino que cambia su estatus y marcha a la ciudad para instalar una tienda de ordenadores nos cuenta su tragedia, una tragedia que es pequeña si se piensa en los más de mil millones de habitantes de la Chica continental, una tragedia que es inmensa para un infeliz que creyó ser libre.
Ese relato alterna los pensamientos de ese Ling Hai, el vendedor de ordenadores cuyas ideas vuelan al espacio sideral gracias a su aparato personal, y lo que sucede en la aldea dominicana donde, en la escuela rural de Los Acimeyes, Antonio, uno de los alumnos, se maravilla del prodigio que es poder tener frente una computadora, varias computadoras, “más que en Guayubín, refiere, entusiasmado, “donde sólo pusieron una”, siendo ese pueblo más grande que su aldea.
Y la historia la cuenta un tercer personaje, un periodista que se debate entre ser un creador de ficción o un periodista, que mezcla la creatividad con la objetividad cuando hace un reportaje, y que cuenta sobre el “E-Mail” recibido en la escuela por Toño, el Antonio de los Acimeyes, mensaje llegado en francés, traducido en parte por la “profe de idiomas”, luego por un haitiano letrado vecino del lugar como tantos otros, un haitiano que, como otros que conoce, confiesa Toño, “no le parecen mala gente, son muy corteses”, muy a pesar de que un político que les visita ocasionalmente dice que vienen a quitarle el trabajo a los dominicanos.
Y esa historia, tan hermosa como apasionante, tan dinámica en su discurrir, nos lleva a pensar en las paradojas de la vida, de la historia, de la modernidad: un chino inmerso en la inmensidad de los más de mil millones de conciudadanos, viviendo la modernidad de sus enormes ciudades, tiene que enfrentar la muerte por salir de la prisión ideológica a la que está sometido.
De nada le vale el enorme progreso de su país si no puede comunicarse libremente con seres de otras naciones cuando así lo desee. Por otro lado, un campesino dominicano, un ser paupérrimo viviendo en la soledad de una pequeña, miserable aldea, está en capacidad para comunicarse con cualquier ser humano de cualquier parte del mundo, pero vive prisionero de la pobreza, aislado del goce de la vida, podrá comunicarse pero… ¿podrá vivir?
Este cuento, esta historia de Luís Martín Gómez, vivirá para la historia de nuestra literatura, vivará para hacer que Martín no sea olvidado por las futuros generaciones.
Publicado en el periódico HOY el 4 Abril 2009
2 comentarios:
Martín me gusta el trabajo que sobre tu libro de cuentos ha escrito este señor. Me parece que delinia muy claramente cada uno de ellos . Llama la atención al lector aludiéndo a detalles que hacen comprensibles tu cuentística. Muy valederos señalamientos que denota el buen manejo de tu parte del lenguaje y algo muy importante la economía de palabras para decir mucho con tan poco. Esto me insta a que siga leyendo tus trabajos los cuales no he leido aún . Éxito en el futuro sobre todo en el cuento breve, pues entiendo que a mi se me hace muy dificil de escribir.
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