Por Luis Martin Gomez
Mi papá- en paz descanse y Dios lo tenga en el área de fumadores- perdió la memoria y se libró de algunos recuerdos indeseables. El alzaimer nos da esa dicha, aunque a costa de los momentos felices; pero nada se gana sin perder algo. Con cada recuerdo que extraviaba, mi padre encontraba la serenidad. Al final, sus ojos eran un mar en calma. A veces pienso que él, silencioso, tímido, contemplativo, planificó esa despedida discreta. ¡Feliz quien pueda marcharse sin conciencia del camino! Deseo, desde ya, irme como lo hizo mi padre. Mientras tanto, recuerdo…
Recuerdo un camión con soldados estadounidenses transitando frente a nuestra casa del ensanche Ozama mientras jugábamos a las cartas sentados a una mesita de metal con patas plegadizas. Recuerdo estar posando para una fotografía que me hizo el tío Leopoldo en el escalón de entrada de la casa de mi abuela Cecilia en San Pedro de Macorís, adonde la familia decidió huir “hasta que pasara el peligro”. Recuerdo besar en la boca a mi prima Rosita (teníamos tres años de edad) cerca de la malla ciclónica de la Escuela Primaria Panamá desde donde ‘los americanos’, hediondos y sin camisa, nos tiraban fotos. Recuerdo, en La Romana, donde vivimos un año por compromisos laborales de mi padre, haber acribillado a pedradas una foto de Balaguer en el patio de la casa de mi amigo Luis; ese fue mi primer pequeño acto heroico. Recuerdo el sonido de las sirenas de los autos policiales pasando velozmente por la avenida Las Américas y el rumor de que habían atrapado a unos ‘cabezacalientes’ en una cueva. Recuerdo a mi hermano Jordi tratando de interceptar las comunicaciones militares durante el desembarco de Caamaño con un walkie talkie negro que mi padre había comprado en Puerto Rico. Recuerdo el rostro inerte de Caamaño en la portada del periódico Ultima Hora. Recuerdo el silencio de los vecinos cuando se asomaba una ‘pangola’, el temido auto de la policía balaguerista, sustituto del cepillo negro trujillista, y al que apodaron así porque estaba pintado con los mismos colores de la leche que tenía ese nombre. Recuerdo que, acompañando a mi madre al centro de votación ubicado en la Escuela Santa Elena de la calle Presidente Vásquez, unos hombres que venían detrás debatían si la cintura de guitarra valenciana de mi madre se debía o no al milagro de una fajita ‘charmin’; ese día mi madre votó por Balaguer convencida del eslogan reformista bombardeado desde el aire por una avioneta de que “Joaquín Balaguer es la paz”, o quizás, persuadida por la voz sofocada, que parecía grabada durante la consumación del sexo, de doña Emma haciendo promesas fantásticas a nombre de su Cruzada del Amor. Recuerdo la indignación de mi tía Carmen, balaguerista hasta que llegó Leonel, por el asesinato de Orlando Martínez: -No podrá con su conciencia, le dije; Es que ese Señor no la tiene, mi hijo, dijo. Recuerdo Siete Días con el Pueblo, a un Silvio flaquísimo entonando “Siempre que se hace una historia…”, y a todos los universitarios repitiendo esa parte de la Canción del elegido que dice “…y al fin bajó hacia la guerra…perdón, quise decir a la tierra”, creyendo que ya con eso estaban haciendo la revolución. Recuerdo a Ramón Leonardo huyendo de la policía por cantar Francisco Alberto. Recuerdo la foto de Sagrario amordazada y con párpados hinchados y amoratados. Recuerdo el olor de los gases lacrimógenos durante las protestas de los estudiantes del Liceo Fray Cipriano de Utrera y la algarabía de mis amigos Bolito y Santiago por el inicio de una lucha que nunca se dio. Recuerdo los rumores de fraude electoral, de los multifamiliares ocupados por queridas de funcionarios y militares, de las obras contratadas grado a grado. Recuerdo los comentarios sobre las viudas de los revolucionarios favorecidas con consulados u otros cargos rentables y discretos, y sobre los antiguos adversarios del caudillo buscando el perdón y un empleo. Recuerdo la abyección de una iglesia entreguista que santificaba el oprobio el Día de la Altagracia. Recuerdo las noticias sobre alguien que desfalcó CORDE y no le pasó nada, sobre alguien que usurpó tierras y tampoco le pasó nada. Recuerdo que desde entonces se va la luz, no habrá telera en diciembre, y la construcción tiene más presupuesto que la educación. Recuerdo que desde entonces celebramos como logros políticos el secretismo, el misterio y la hipocresía. Recuerdo tantas cosas...
Pero no confíen en mi memoria, queridos amigos y amigas. Mi memoria no es neurofisiológica sino literaria. Suelo mezclar recuerdos reales e imaginarios, y de esa alquimia de hechos y sueños, ha nacido Memoria de la sangre, 11 cuentos con los que simplemente ajusto cuentas personales –que no históricas- con el oprobioso pasado reciente. Estoy muy consciente de que estos textos no servirán para cambiar absolutamente nada A estas alturas del juego, fracasadas las ideas en las que creía, me repliego a librar una batalla interna por la preservación de mis principios. Sé que no es mucho, lo lamento. Me queda, no obstante, la íntima rebeldía de recordar. Porque lo peor no es el envilecimiento que subyace sino el olvido. Lo peor no es el tráfico de influencias y las comisiones ilegales que aún moran en lo público y lo privado sino la indiferencia ante esos males. Lo peor no es la corrupción ni el clientelismo que perduran sino la omisión deliberada de esas lacras o su justificación. Lo peor, señores, no es –como sucedió a mi padre por razones biológicas y deseo para mí- perder la memoria; lo peor, lo realmente peor es tener memoria y no querer recordar.
2 comentarios:
Me quedé pensando en el último párrafo. En eso de las cosas en las que creíamos, la decepciones y esa especie de aceptación de "lo que no podemos cambiar". Eso que te lleva a aquel pesimismo de Voltaire cuando decía casi descorazonado "Il faut cultiver notre jardin." Por eso comparto contigo esto de cultivar -por lo menos- lo que nos rodea aunque algunas cosas no se puedan cambiar. Creo que,al menos, alcanza para empezar.
Mientras siempre nos quedará la duda, pero también es bueno. Porque la certeza generalmente genera intolerancia, la duda amistad.
Igual para el universo da lo mismo porque nadie es nadie. Te llames Luis Gomez, Alvaro Pérez o Leibnitz.
No me habia detenido hasta ahora a leer tu blog. Este era uno de los textos que habia pasado por alto.
Tuve tu libros de cuento en las manos, gracias a un acechado robo de un escritorio en la redacción del periódico. Ley el primer cuento, el de la foto y la casa de Balaguer, del perseguido que se olvido de su persecución...me alegre tanto de saber que eres de los pocos escritores en este país que hace palabras el horror de esos 12 años y que tanto se ha querido borrar.
Hermoso texto, Luis Martín. Te agradezco la memoria de la memoria que no puedo tener.
Abrazos.
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