Luis Martin Gómez
(A la memoria de Amín Abel Hasbún)
Su instinto de trescientos veinte
millones de años le indicó que debía huir y lo hizo en menos de un segundo
hacia la esquina del peldaño. Sus sensores no se equivocaron. Alguien subía
lentamente la escalera. Era Martín quien se preguntaba dónde comenzaba una
escalera, si arriba o abajo. “Tal vez comience abajo, para el que sube. Pero
para el que baja es obvio que comienza arriba”. Martín iba más o menos por la
mitad de la escalera cuando vio a una cucaracha. Pudo aplastarla pero no lo
hizo. Tenía sueño y estaba sucio después de su escurridiza caminata de tres días
por montes y callejones. Mas cuando alcanzó el peldaño cuarenta y tocó la
puerta, sintió revitalizarse. Una luz amarillenta se coló por las rendijas y le
dejó ver sus botas rotas y húmedas. Del otro lado, alguien se acercó vacilante.
Quién es. Soy Martín. La puerta se abrió. Una mujer se cubrió la boca tratando
inútilmente de contener un grito de emoción. Era Irma y estaba embarazada. Se
abrazaron sollozando. Víctor, el hijo de ambos, dormía.
Que dónde están los compañeros, que
quién denunció a Soto, que si Marino pudo asilarse, que cómo te sientes, amor
mío, perdona tan larga ausencia, sabes que te amo pero antes está el compromiso
con la patria, y el embarazo cómo va, estás comiendo, descansas suficiente, y
qué opina Víctor del hermanito que viene, no te preocupes, amor, todo saldrá
bien, el futuro nos pertenece, en primavera volverán las mariposas y los cuatro
reiremos persiguiendo su vuelo de colores. Las preguntas, las promesas, los
sueños revolotearon alrededor de sus cuerpos entrelazados en una danza de sudor
y gozo. Apenas durmieron. Querían recuperar tantas caricias no dadas, tantos
besos guardados. Levitaban en la laxitud del placer cuando golpearon la puerta.
Qué hora es. Las seis. Quién será.
Ha de ser uno de los compañeros que ya se enteró de que estoy aquí. Sólo se lo
dije a Rafa, como acordamos. Ten cuidado, pide la contraseña antes de abrir.
“Dulce y decoroso…”. No contesta. Quizás no te oyó, repítela un poco más
fuerte. “Dulce y decoroso es…” ¡Abra la puerta, es la policía! Martín se vistió
apresuradamente y trató de escapar por la puerta trasera pero no pudo pues tres
agentes cubrían esa salida desde el techo de la casa contigua. Atisbó por la
ventana de la sala y se dio cuenta de que numerosos agentes rodeaban la casa.
Abreles, Irma, creo que no me harán nada, soy muy conocido y además estoy con
ustedes. Irma abrió la puerta. Entraron dos cabos, un teniente y Teófilo, el
ayudante del fiscal. Muéstreme la orden de cateo. Nadie respondió. Teófilo y el
teniente sudaban copiosamente, miraban nerviosos hacia la escalera por la que
subió Demóstenes, el jefe del servicio secreto. Muéstreme la orden de cateo,
repitió Martín, o váyanse de mi casa. Tú siempre tan legalista, Martín, pero no
te hagas el hombrecito que estás bien embarrado; revisen la casa. Por el ruido,
Víctor se despertó, salió a la sala y se abrazó a sus padres. Irma lloraba.
¿Por qué lloras, mamá? Es que ella no es valiente como tú, dijo Martín; cántale
La cucaracha para que ella vea que no tienes miedo. Víctor no cantó. Uno de los
agentes regresó a la sala con una pistola que dijo haber encontrado en el baño
de la casa. Ahora sí estás jodido, Martín, vas preso. No me venga con cuentos,
esa arma la sembraron sus hombres ahora mismo, no soy idiota para andar armado
en estas circunstancias. El teniente y Teófilo, el ayudante del fiscal, dijeron
que se retiraban para consultar con sus superiores las acciones a tomar. No, no
pueden irse, les gritó Martín, ustedes son mi seguro de vida, si se van mi
familia corre peligro, no se vayan, no pueden irse. Se fueron. Bueno, Martín,
ya no tienes quién te defienda, señaló Demóstenes; camina. No voy a ningún lado
sin una orden judicial, sabe muy bien que es ilegal lo que está haciendo. Déjate
de vainas legales, Martín, debiste pensarlo mejor antes de secuestrar al
coronel gringo, con los americanos no se juega, tú lo sabes; camina, no te
pasará nada, tú conoces al viejo, es incapaz de matar a nadie. ¿Y Soto, cómo
explica lo de Soto? Eso fue un accidente, los policías que lo fueron a buscar
eran pinos nuevos, estaban nerviosos y se le escaparon algunos tiritos; por eso
me mandaron a mí a buscarte, yo soy un zorro viejo, no ves cómo te estoy
tratando; camina, te digo. No, busque al ayudante del fiscal o al fiscal, sólo
me entregaré a un representante de la justicia. Qué joder, quería que todo
fuera por las buenas, pero no pones de tu parte; ¡llévenselo! Martín se abrazó
a Irma y a Víctor pero los policías lo halaron y empujaron hacia la puerta.
El destello se coló por la rendija e
iluminó fugazmente el rostro de Víctor apoyado en el vientre preñado de su
madre. Sin que pudieran llorar, sin que pudieran quejarse, los obligaron a
bajar la escalera y pasar por encima del cadáver que yacía más o menos en el
medio, los pies descalzos en el peldaño veinte, la cabeza destrozada en el
doce. Víctor volteó la cabeza intentando no ver a su padre y descubrió a una
cucaracha arrinconada en un peldaño. Recordó el encargo de su padre para que su
madre fuera valiente como él y no llorara. “Porque le falta, porque no tiene,
la patica principal…” murmuró apretando la mano de su madre. La sangre dibujaba
un rastro escarlata que se perdía en la acera. Vista desde arriba, la sangre
parecía bajar la escalera; desde abajo, daba la impresión de subirla.
Del libro Memoria de la sangre, 2008
2 comentarios:
Me heló la sangre su cuento, Luis Martín. Muy fuerte! Le felicito!
Me heló la sangre su cuento, Luis Martín. Muy fuerte! Le felicito
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