lunes, 24 de septiembre de 2012

Cántale la cucaracha


Luis Martin Gómez
(A la memoria de Amín Abel Hasbún)
         Su instinto de trescientos veinte millones de años le indicó que debía huir y lo hizo en menos de un segundo hacia la esquina del peldaño. Sus sensores no se equivocaron. Alguien subía lentamente la escalera. Era Martín quien se preguntaba dónde comenzaba una escalera, si arriba o abajo. “Tal vez comience abajo, para el que sube. Pero para el que baja es obvio que comienza arriba”. Martín iba más o menos por la mitad de la escalera cuando vio a una cucaracha. Pudo aplastarla pero no lo hizo. Tenía sueño y estaba sucio después de su escurridiza caminata de tres días por montes y callejones. Mas cuando alcanzó el peldaño cuarenta y tocó la puerta, sintió revitalizarse. Una luz amarillenta se coló por las rendijas y le dejó ver sus botas rotas y húmedas. Del otro lado, alguien se acercó vacilante. Quién es. Soy Martín. La puerta se abrió. Una mujer se cubrió la boca tratando inútilmente de contener un grito de emoción. Era Irma y estaba embarazada. Se abrazaron sollozando. Víctor, el hijo de ambos, dormía.

            Que dónde están los compañeros, que quién denunció a Soto, que si Marino pudo asilarse, que cómo te sientes, amor mío, perdona tan larga ausencia, sabes que te amo pero antes está el compromiso con la patria, y el embarazo cómo va, estás comiendo, descansas suficiente, y qué opina Víctor del hermanito que viene, no te preocupes, amor, todo saldrá bien, el futuro nos pertenece, en primavera volverán las mariposas y los cuatro reiremos persiguiendo su vuelo de colores. Las preguntas, las promesas, los sueños revolotearon alrededor de sus cuerpos entrelazados en una danza de sudor y gozo. Apenas durmieron. Querían recuperar tantas caricias no dadas, tantos besos guardados. Levitaban en la laxitud del placer cuando golpearon la puerta.

            Qué hora es. Las seis. Quién será. Ha de ser uno de los compañeros que ya se enteró de que estoy aquí. Sólo se lo dije a Rafa, como acordamos. Ten cuidado, pide la contraseña antes de abrir. “Dulce y decoroso…”. No contesta. Quizás no te oyó, repítela un poco más fuerte. “Dulce y decoroso es…” ¡Abra la puerta, es la policía! Martín se vistió apresuradamente y trató de escapar por la puerta trasera pero no pudo pues tres agentes cubrían esa salida desde el techo de la casa contigua. Atisbó por la ventana de la sala y se dio cuenta de que numerosos agentes rodeaban la casa. Abreles, Irma, creo que no me harán nada, soy muy conocido y además estoy con ustedes. Irma abrió la puerta. Entraron dos cabos, un teniente y Teófilo, el ayudante del fiscal. Muéstreme la orden de cateo. Nadie respondió. Teófilo y el teniente sudaban copiosamente, miraban nerviosos hacia la escalera por la que subió Demóstenes, el jefe del servicio secreto. Muéstreme la orden de cateo, repitió Martín, o váyanse de mi casa. Tú siempre tan legalista, Martín, pero no te hagas el hombrecito que estás bien embarrado; revisen la casa. Por el ruido, Víctor se despertó, salió a la sala y se abrazó a sus padres. Irma lloraba. ¿Por qué lloras, mamá? Es que ella no es valiente como tú, dijo Martín; cántale La cucaracha para que ella vea que no tienes miedo. Víctor no cantó. Uno de los agentes regresó a la sala con una pistola que dijo haber encontrado en el baño de la casa. Ahora sí estás jodido, Martín, vas preso. No me venga con cuentos, esa arma la sembraron sus hombres ahora mismo, no soy idiota para andar armado en estas circunstancias. El teniente y Teófilo, el ayudante del fiscal, dijeron que se retiraban para consultar con sus superiores las acciones a tomar. No, no pueden irse, les gritó Martín, ustedes son mi seguro de vida, si se van mi familia corre peligro, no se vayan, no pueden irse. Se fueron. Bueno, Martín, ya no tienes quién te defienda, señaló Demóstenes; camina. No voy a ningún lado sin una orden judicial, sabe muy bien que es ilegal lo que está haciendo. Déjate de vainas legales, Martín, debiste pensarlo mejor antes de secuestrar al coronel gringo, con los americanos no se juega, tú lo sabes; camina, no te pasará nada, tú conoces al viejo, es incapaz de matar a nadie. ¿Y Soto, cómo explica lo de Soto? Eso fue un accidente, los policías que lo fueron a buscar eran pinos nuevos, estaban nerviosos y se le escaparon algunos tiritos; por eso me mandaron a mí a buscarte, yo soy un zorro viejo, no ves cómo te estoy tratando; camina, te digo. No, busque al ayudante del fiscal o al fiscal, sólo me entregaré a un representante de la justicia. Qué joder, quería que todo fuera por las buenas, pero no pones de tu parte; ¡llévenselo! Martín se abrazó a Irma y a Víctor pero los policías lo halaron y empujaron hacia la puerta.

            El destello se coló por la rendija e iluminó fugazmente el rostro de Víctor apoyado en el vientre preñado de su madre. Sin que pudieran llorar, sin que pudieran quejarse, los obligaron a bajar la escalera y pasar por encima del cadáver que yacía más o menos en el medio, los pies descalzos en el peldaño veinte, la cabeza destrozada en el doce. Víctor volteó la cabeza intentando no ver a su padre y descubrió a una cucaracha arrinconada en un peldaño. Recordó el encargo de su padre para que su madre fuera valiente como él y no llorara. “Porque le falta, porque no tiene, la patica principal…” murmuró apretando la mano de su madre. La sangre dibujaba un rastro escarlata que se perdía en la acera. Vista desde arriba, la sangre parecía bajar la escalera; desde abajo, daba la impresión de subirla.

Del libro Memoria de la sangre, 2008 


2 comentarios:

Sabine dijo...

Me heló la sangre su cuento, Luis Martín. Muy fuerte! Le felicito!

Sabine dijo...

Me heló la sangre su cuento, Luis Martín. Muy fuerte! Le felicito